Aquel oro deslumbrante escondía, al menos,
los secretos de una vida entera. Tal vez hubiera pasado por muchas más manos,
pero ¿cómo iba a saberlo aquel niño de tan solo diez años? Lo único que él
sabía es que ya era suyo, al fin lo tenía entre sus manos o, para ser más
exactos, en su estrecha muñeca. Toda la familia quería el viejo reloj del
abuelo, aunque muchos sólo pensaran en vender aquel trasto inútil y darse un
buen capricho. Otros, menos codiciosos, querían mantener vivo el recuerdo de su
entrañable abuelo. Él, en cambio, era el único que conocía la verdad que
ocultaban aquellas viejas agujas.
Era su nieto favorito, con él no podía guardar
secretos. Su chico tenía que saber que, llevando aquel reloj, los buenos
momentos duraban casi eternamente y, además, se convertían en recuerdos inolvidables.
“Todavía eres muy pequeño para comprenderlo,
pero algún día, cuando seas mayor, lo entenderás”, le decía siempre el
abuelo. Y aquel inocente niño, que aún no podía saber nada de la vida, siempre
replicaba con un ingenuo y sonoro: “Yo ya
no soy pequeño”. Pronto se dio cuenta de que su querido abuelo decía la
verdad. Cada vez que sucedía algo emocionante, las agujas del reloj comenzaban
a moverse más y más despacio, hasta casi detenerse por completo. Mientras los
años iban pasando –ni siquiera el reloj podía luchar contra el paso del tiempo–,
su memoria se llenaba, poco a poco, de grandes momentos que recordaba con todo detalle.
El primer beso que robó, o aquella vez que logró ganar una carrera al imbécil
de su hermano mayor, estaba seguro de que nadie más podía recordar esas cosas tan bien como él.
Nadie sabía vivir la vida como él, todo gracias al regalo del
abuelo. De hecho, según se hacía más mayor, sus experiencias eran cada vez más
intensas, y su huella todavía más imborrable. Llegada la adolescencia, no
tardaría en llegar el momento de los momentos. Una noche como otra cualquiera,
conoció a una chica que le cautivó, y estaba convencido de que nada de lo que
hubiera vivido antes estaría a la altura. Y así fue, durante la noche más larga
de su corta vida, llegó a creer por momentos que el tiempo se había detenido
por completo. “¡El reloj lo ha vuelto a
hacer!”, fue lo primero que pensó a la mañana siguiente, justo antes de
darse cuenta de que ni la chica, ni su preciado reloj, se habían despertado con
él. Ningún recuerdo sería tan inolvidable como aquella mañana que dijo adiós a su inseparable amuleto. Fue entonces cuando comprendió que, tal vez, el reloj no había sido el único regalo de su abuelo.
Foto: Pulp Fiction (1994) Dir. Quentin Tarantino
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